'120 pulsaciones por minuto'. Cuando el amor venció al SIDA

Robin Campillo se llevó el Gran Premio del Jurado en el pasado Festival de Cannes por esta personalísima historia de su pasado como activista contra el sida

Artículo original en El Español

Desirée de Fez

Una de las cosas más impresionantes de 120 pulsaciones por minuto (2017), sin duda una de las mejores películas que veremos este año, es el diálogo que se establece en ella entre lo colectivo y lo íntimo. Centrada en la lucha del grupo de activistas ACT UP para concienciar a la sociedad francesa (en todas sus dimensiones) a principios de los 90 sobre el sida, la película de Robin Campillo parece estar partida en dos. La primera mitad es la crónica de ese activismo, una recreación –urgente, intensa y tocada por la verdad– de las asambleas del colectivo, de su constante y agitado intercambio de opiniones y pareceres.

También de sus llamativas –y necesariamente temerarias– acciones para azuzar a una sociedad que hacía la vista gorda ante esa realidad. Director de la espléndida La resurrección de los muertos (2004) y guionista de algunas películas de Laurent Cantet (entre ellas La clase –2008–, filme con una oratoria muy similar a la de la primera mitad de 120 pulsaciones por minuto), Robin Campillo alterna en esta parte con maestría la palabra y la acción, ambas perfectamente medidas en su exceso.

Los ciegos e irresponsables

Describe con precisión la batalla del colectivo y el contexto ciego y/o irresponsable contra el que deben lidiar (políticos, farmacéuticas, medios de comunicación, opinión pública…), pero no firma una película de tesis. El apego a los personajes, siempre en primer plano, integrados en el colectivo pero no desdibujados dentro de él, el nervio de un texto repleto de matices, contradicciones y ambigüedades (profundamente humano, nunca redicho) y la agitación del conjunto, esa sensación de que la película está más viva que contada, alejan 120 pulsaciones por minuto del cine social más rígido o excesivamente didáctico.

En la segunda mitad, la película se repliega. Sin perder jamás la idea del grupo, del colectivo unido (aunque haya dentro mil historias distintas) por una misma lucha, el filme de Campillo se acerca a la intimidad de varios personajes y cambia la acción por el reposo. O, mejor dicho, cambia la batalla colectiva y enérgica por la lucha interior (física, afectiva, familiar) contra la enfermedad. 120 pulsaciones por minuto es una película bellísima.

Su respeto por el relato, los personajes y sus historias es absolutamente abrumador. Y, pese a la dureza de muchas cosas que cuenta, nunca es lúgubre, nunca se desliza peligrosamente hacia lo escabroso, nunca –aunque cueste de creer– es demasiado triste. No es porque haya en ella vías de escape, no es porque reúna concesiones al espectador o claros elementos liberadores. Ni siquiera las escenas de club, de las más bonitas que recuerdo, están planteadas como fugas o paréntesis. Es porque, por cursi que suene, el amor está todo el rato presente, es la verdadera base del relato. 120 pulsaciones por minuto está llena de historias de amor, de todos los tipos (familiar, romántico, maternofilial, adulto, idealizado, platónico, comprensivo, maduro).

Entre lo íntimo y lo colectivo

La película de Campillo no se regodea en la tragedia, pero tampoco la esconde y/o la rebaja. Es esta sabia decisión la que une las dos partes del filme, la que establece el diálogo entre lo íntimo y lo colectivo del que hablaba al inicio del artículo. Sería un error reprocharle a Campillo, también autor del guión, la claridad con la que narra la enfermedad de Sean (qué impresionante es la interpretación de Nahuel Pérez Biscayart), uno de los personajes principales, y captura el dolor de los que le quieren, entre ellos su pareja (Arnaud Valois, también inmenso).

Básicamente porque el motor de la primera parte del filme –la de la asamblea, la acción y la queja constructiva– es la importancia de hacer visible lo que algunos, lo que muchos, no saben/no quieren afrontar y parecen empeñados en ocultar. Ahí está el diálogo entre lo personal y lo colectivo. Y ahí está lo que hace de 120 pulsaciones por minuto una película que no se acaba en su temática, que se refleja en mil situaciones del pasado, del presente y, probablemente y por desgracia, del futuro.

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